sábado, 7 de abril de 2012

Isadora, la bruja.


Emyl M.
 Dicen que el amor salva, dicen, yo no creo que sea cierto. A mi y a Ana, la puta, nos perdió y arranco de una vida cálida y cómoda. Se preguntará usted si me arrepiento de haberle seguido a él. No, no me arrepiento, por que todo frio y desconsuelo se fue entre sus brazos, y todo rastro de divinidad allí mismo lo encontré. Ana si se arrepintió, y de algún modo, señor, se fue al otro mundo contenta, como esperando el cielo, pues infierno, ya había pasado bastante aquí.
Después de abrirle el hoyo, el segundo hoyo más perfecto de toda mi vida, me llamaron para ir a amortajar. La primera mortaja. Cuando llamaron a mi puerta no lo pude creer hasta que me explicaron que se trataba de Isadora, la bruja, hija de cura. Lo de hija de cura, solo lo se yo, me lo contó su padre mismo en confesión el día de su entierro. Isadora era vieja, y su padre más viejo aún, apenas podía levantar el brazo para bendecir, y apenas si podía ver el ataúd. Yo sé que en la soledad de la sacristía, entre el resto de curas lloro mucho, aunque se lo achacaron a una alergia. Era primavera, y había en el aire un polvo extraño que empañaba el ambiente y difuminaba las colinas. Isadora era bruja, como ya dije, hija de bruja, nieta de bruja, bisnieta de bruja, e hija de cura. Don Eladio, y le doy el nombre del pobre hombre por que me parece justo que alguien los recuerde después de mi, era un hombre bueno, sincero y amoroso, que cuando llego al pueblo quedó prendado en la primera eucaristía de una muchacha de pelo castaño y ojos verdes. Era Isadora madre, que por aquel entonces no habían desterrado aún de la iglesia. Isadora madre era bonita y bailaba bien, y los jóvenes se la rifaban en las fiestas para gozar de un pasodoble o un vals al vaivén de sus caderas, pero poco les importaba lo que decía. Y lo que decía, seguramente, era importante e interesante, porque Don Eladio no tardo en ver en ella algo más que una muchacha hermosa. Hay muchos peces en el mar, muchos peces hermosos, pero ya sabe usted que de vez en cuando se nos cruza alguno por delante al cual jamás podremos olvidar. Isadora madre era uno de esos peces, y el pobre Don Eladio no quería dejarla escapar, y no por que ardiera en deseos carnales, ojolá fuera eso, sino por que hablando con ella su alma encontraba consuelo. Claro que el abrazo de la fe consuela, pero la fe no es cálida, ni entiende de las penas de los hombres, complace como un hogar cálido, y como buen hogar que es no se la debe dejar marchitar nunca, para que no hiele nuestra humanidad, y da igual que fe sea o en que se tenga fe. Pero la fe no tiene oídos, ni es espejo de nuestros sentimientos, solo está ahí para aferrarnos a ella y no sentirnos tambaleantes, pero la fe no hace que no nos sintamos solos. O al menos eso creo yo, y al menos eso debió de creer Don Eladio.
Isadora madre aprendió las artes de sus ancestras, artes paganas que habían logrado conciliar con las creencias cristianas tras muchos siglos, pero aún así paganas. Y entre todas las artes no estaban solo la quiromancia, la cartomancia, o el espiritismo, sino también el saber sobre las plantas y las enfermedades, sobre los músculos y los huesos, sobre los partos. Pero al final la desterró de sus oficios un medico joven y sabelotodo recién llegado al pueblo. Las gentes ignorantes, que no sabían por que lado tirar vieron más cómodo condenar las artes de Isadora a las del médico, siendo cada una buenas y malas al mismo tiempo, y como ya no podía Isadora madre entrar en la iglesia sin escuchar insultos e improperios o sin que la gente la mirara como esperando a que el agua bendita la quemase o que su cuerpo se disolviese espontáneamente la comungar, dejo de ir por la iglesia, pero Don Eladio, que la quería y que disfrutaba de su conversación le llevaba en secreto la ostia consagrada. La confesaba, y la confesaba tan íntimamente que de penitencia la pobre tuvo que críar sola a la Isadora bruja que yo amortajé.
Me fueron a buscar de noche, y me llevaron casi a rastras, yo no quería amortajar a nadie, me daba reparos, como a todos, y sobretodo si se trataba de Isadora, con la que solo había cruzado dos palabras en toda mi vida, y que habían sido además las palabras más aterradoras que nadie me había dicho. Profetizaban mi futuro y yo no le hice caso. En fin, sabe, lo hecho, hecho está. Cuando entre en el cuarto, aún reticente, y vi a la muerta lo primero que se me ocurrió fue echarlos a todos de allí, pues se había congredado toda una comunidad de beatos hipócritas que en vez de querer ayudar, quería solo ver para tener que decir y contar a los nietos. Y una vez que estuve sola, y habiendo ya perdido el respecto a estas cosas ( respeto que como puede ver me duro lo que tarde en entrar por la puerta, atravesar el pasillo y entrar en el cuarto) hice lo que cualquier persona en mi lugar habría hecho. Verá, decían que los sanadores y brujas como Isadora tenían en el cielo de la boca una cruz de Caravaca grabada. Supongo que no necesito contarle más acerca de lo que hice: abrir la boca, meter el dedo y tocar. No había nada, era una boca normal, lisa, como la de todo el mundo. Una vez satisfecha mi curiosidad, hice lo que tenia que hacer, primero pedirle perdón a la muerta, y luego terminar el trabajo. Y una vez terminado el trabajo me preguntaron si podía abrir un hoyo, a lo que conteste que si, no sin sorprenderme cuando me dijeron que lo habría en ese acre de tierra maloliente a donde ya habían ido a para Ana y él y donde más tarde acabaría Guzmán. Le hicieron una misa, si, pero no le dieron un trozo de tierra sagrada para pasar la eternidad, pro que claro, era una bruja impía que hacía malas artes, entre ellas atender partos complicados en los que ni el médico habría logrado salvarse a si mismo. Allí fue, en el cementerio, donde Don Eladio me contó la historia. Que triste, que triste historia, apartado de su amor y su hija, y viendo como todo el mundo les escupía por temor. ¡oh! Si se temieran a si mismos y no a los demás. 

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