viernes, 13 de mayo de 2011

El Ogro

De noche, en cada rincon de una ciudad como esta, a las chicas indefensas nos esperan un millar de ogros apostados en las sombras. Las que son sensatas no toman atajos oscuros, pero yo no soy sensata. Giré a la derecha y allí estaba, esperándome, mi ogro de nombre Enrique.
El quería fuego. Yo no fumo le dije apresurando el paso. El corrió, se coloco delante de mi y me miro con sus ojos brillantes. No has mirado, dijo haciendo un gesto con la mano y señalando el boso. Sus ojos titilantes me asfixiaban, la luz de la tarde se había quedado encerrada en sus pupilas …
No se debe hablar con ogros. Primero te hipnotizan con la luz de sus ojos y luego van envenenándote, poco a poco, con cada caricia. Sus presas inocentes se vuelven débiles y adictas con cada roce de sus manos, con cada nueva caricia. Así van conquistándolas poco a poco, lsin prisa. Y cuando sus pequeñas e insensatas niñas, embriagadas por el veneno de su piel caen por fin en sus brazos, entonces están ya perdidas.
Aquel Ogro horrible se llamaba Enrique, y me estaba mirando, y yo procuraba huir de sus pupilas, evitar que la luz de sus ojos cayera directamente en los míos. Pero mi alma se removía pidiendo caricias de sus manos. Por un instante me repugno la idea de que aquellos dedos finos y suaves, rematados en cuidadas uñas, descansaran sobre mi piel desnuda, sobretodo por que sabía que era así como te iban quitando la vida. Pero su olor me perdía. La brisa de la noche arrastraba hacía mi el perfume del Ogro. Y ese es su peligro, su apariencia normal y deseable, incluso tierna. Mis labios ardían.
No fumo, no tengo fuego. Conteste mirando sus zapatos negros. ¿Vas sola? No deberías, yo te acompaño. Y se coloco a mi lado. Seguí mirando al suelo. Vale, dije con cierto tono suplicante, implorando tácitamente que me dejara marcharme. Pero el Ogro, que como todo depredador no se da por vencido hasta que la presa escapa, caminó pacientemente a mi lado hasta que llegamos a la frontera de luz. Respiré tranquila, creyendo que el ogro se quedaría en las sombras a la espera de otra chica. Pero las chicas insensatas como yo escaseaban, y el no estaba después a aguantar una noche más su hambre.
Muchas gracias, le dije mirando aún al suelo. ¿Es que te gustan mis zapatos? Contesto el. La luz de las farolas bailaba en girones sobre los charcos de la calle. Mis pies autómatas giraron sobre si mismos y me encaminaron a casa. Pero el Ogro, que no solo no quería pasar más hambre sino que quería asegurarse alimento por larga temporada me grito: Me llamo Enrique.
Así fue como supe que mi ogro acechador se llama Enrique. Y así fue como decidí pasar por la misma calle cada noche, buscando a aquel ser de las sombras para sentirme verdaderamente viva cuando mi corazón se desbocaba escuchando su voz de bestia. Pero el no estaba. Y pensé que, a pesar de haberlo ido a buscar reiteradamente, debería sentirme alviada de no haberme encontrado con el.
No lo había mirado a los ojos. No me había rozado. Y sin embargo, por algún extraño hechizo, dentro de mi sentía la necesidad de volver a verlo. Quizás, pensé locamente, no me había gustado él sino sus zapatos.
En una ciudad como esta, y a una chica como yo, cuando un ogro la deja ir es por que verdaderamente la ha encontrado insípida. Yo no soy comestible, pensé cada noche al acostarme tras haber pasado por aquella calle. No hay sabor en mis venas, y los ogros no necesitan probarme para saber que no soy suculenta. De todas formas aún no entiendo por que enloquecen por las chicas llenas de condimento. Seguro que son indigestas.

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